miércoles, 8 de junio de 2011

Remedios, la bella (parte I)



Remedios, la bella, fue proclamada reina. Úrsula, que se estremecía ante la belleza inquietantede la bisnieta, no pudo impedir la elección. Hasta entonces había conseguido que no saliera a la calle, como no fuera para ir a misa con Amaranta, pero la obligaba a cubrirse la cara con una mantilla negra. Los hombres menos piadosos, los que se disfrazaban de curas para decir misas sacrílegas en la tienda de Catarino, asistían a la iglesia con el único propósito de ver aunque fuera un instante el rostro de Remedios, la bella, de cuya hermosura legendaria se hablaba con un fervor sobrecogido en todo el ámbito de la ciénaga. Pasó mucho tiempo antes de que loconsiguieran, y más les hubiera valido que la ocasión no llegara nunca, porque la mayoría de ellos no pudo recuperar jamás la placidez del sueño. El hombre que lo hizo posible, un forastero, perdió para siempre la serenidad, se enredó en los tremedales de la abyección y la miseria, y años después fue despedazado por un tren nocturno cuando se quedó dormido sobre los rieles.

Desde el momento en que se le vio en la iglesia, con un vestido de pana verde y un chaleco
bordado, nadie puso en duda que iba desde muy lejos, tal vez de una remota ciudad del exterior, atraído por la fascinación mágica de Remedios, la bella. Era tan hermoso, tan gallardo y reposado, de una prestancia tan bien llevada, que Pietro Crespi junto a él habría parecido un
sietemesino, y muchas mujeres murmuraron entre sonrisas de despecho que era él quien
verdaderamente merecía la mantilla. No alternó con nadie en Macondo. Aparecía al amanecer del domingo, como un príncipe de cuento, en un caballo con estribos de plata y gualdrapas de
terciopelo, y abandonaba el pueblo después de la misa.
Era tal el poder de su presencia, que desde la primera vez que se le vio en la iglesia todo el
mundo dio por sentado que entre él y Remedios, la bella, se había establecido un duelo callado y tenso, un pacto secreto, un desafío irrevocable cuya culminación no podía ser solamente el amor sino también la muerte. El sexto domingo, el caballero apareció con una rosa amarilla en la mano. Oyó la misa de pie, como lo hacía siempre, y al final se interpuso al paso de Remedios, la bella, y le ofreció la rosa solitaria. Ella la recibió con un gesto natural, como si hubiera estado preparada para aquel homenaje, y entonces se descubrió el rostro por un instante y dio las gracias con una sonrisa. Fue todo cuanto hizo. Pero no sólo para el caballero, sino para todos los hombres que tuvieron el desdichado privilegio de vivirlo, aquel fue un instante eterno.
El caballero instalaba desde entonces la banda de música junto a la ventana de Remedios, la
bella, y a veces hasta el amanecer. Aureliano Segundo (hermano de Remedios) fue el único que sintió por él una compasión cordial, y trató de quebrantar su perseverancia. «No pierda más el tiempo -le dijo una noche-. Las mujeres de esta casa son peores que las mulas.» Le ofreció su amistad, lo invitó a bañarse en champaña, trató de hacerle entender que las hembras de su familia tenían entrañas de pedernal, pero no consiguió vulnerar su obstinación. Exasperado por las interminables noches de música, el coronel Aureliano Buendía lo amenazó con curarle la aflicción a pistoletazos. Nada lo hizo desistir, salvo su propio y lamentable estado de desmoralización. De apuesto e impecable se hizo vil y harapiento. Se rumoraba que había abandonado poder y fortuna en su lejana nación, aunque en verdad no se conoció nunca su origen. Se volvió hombre de pleitos, pendenciero de cantina, y amaneció revolcado en sus propias excrecencias en la tienda de Catarino. Lo más triste de su drama era que Remedios, la bella, no se fijó en él ni siquiera cuando se presentaba a la iglesia vestido de príncipe. Recibió la rosa amarilla sin la menor malicia, más bien divertida por la extravagancia del gesto, y se levantó la mantilla para verle mejor la cara y no para mostrarle la suya.
En realidad, Remedios, la bella, no era un ser de este mundo. Hasta muy avanzada la
pubertad, Santa Sofía de la Piedad tuvo que bañarla y ponerle la ropa, y aun cuando pudo valerse por sí misma había que vigilarla para que no pintara animalitos en las paredes con una varita embadurnada de su propia caca. Llegó a los veinte años sin aprender a leer y escribir, sin servirse de los cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa, porque su naturaleza se resistía a cualquier clase de convencionalismos. Cuando el joven comandante de la guardia le declaró su amor, lo rechazó sencillamente porque la asombró frivolidad. «Fíjate qué simple es -le dijo a Amaranta-. Dice que se está muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere.» Cuando en efecto lo encontraron muerto junto a su ventana, Remedios, la bella, confirmó su impresión inicial.
-Ya ven -comentó-. Era completamente simple. Parecía como si una lucidez penetrante le
permitiera ver la realidad de las cosas más allá de cualquier formalismo. Ese era al menos el
punto de vista del coronel Aureliano Buendía, para quien Remedios, la bella, no era en modo
alguno retrasada mental, como se creía, sino todo lo contrario. «Es como si viniera de regreso de veinte años de guerra», solía decir. Úrsula, por su parte, le agradecía a Dios que hubiera
premiado a la familia con una criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la
conturbaba su hermosura, porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre de su madre, estaba a salvo de cualquier contagio. Nunca le pasó por la cabeza la idea de que la eligieran reina de la belleza en el pandemónium de un carnaval. Pero Aureliano Segundo, embullado con la ventolera de disfrazarse de tigre, llevó al padre Antonio Isabel a la casa para que convenciera a Úrsula de que el carnaval no era una fiesta pagana, como ella decía, sino una tradición católica. Finalmente convencida, aunque a regañadientes, dio el consentimiento para la coronación.

Gabriel García Marquez

100 años de soledad

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