lunes, 5 de octubre de 2009

Hasta la cebolla tiene algo en medio.


La esquina de esa pared fue siempre amarilla, del color de los ojos de aquel gato que se montaba en el cofre del carro de tu padre. Como mi foto de ti, siempre amarilla, tan igual, tan vieja y tan rota, tan absurda y aun así tan metida, tan sentida.

Cerré la persiana para mirarte en la oscuridad del cuarto, flotando entre deseo de mis manos sobre los muslos... supe siempre que llamarte entre sueños provocaba tu insomnio, pero no me importo que cada mañana flotaras a la escuela en un desconcierto de noches inciertas. No me importo que sufrieras las clases de literatura, orillarte a llorar de cansancio en las de antropología o que no pusieras atención al párroco cuando te aconsejaba mirándote los senos crecidos de mi, tan orgullosos. Eso no me importaba y cada noche era la misma, cada lujuria idéntica y cada ser tan diferente. Me importaba muy poco que no durmieras mientras todos los sollozos de tu boca se dirigieran a mi vientre, que noches de pecado hubimos que guardarnos en el confesionario, ahora que te ausentas y solo tu sombra, con mas recelo las mantengo en mi pecho. Sera todavía tu codo la almohada favorita? en mi cuarto de niño deportista me pregunto, me desespero y me imagino, como sera. Como sera? Quien eras tu que dejabas todo tan amarillo, tan distante? Que tantos seres podrían haber poblado aquellos cabellos tan recios y oscuros? Tan mios.


Soy hombre y mujer, y en verdad no recuerdo ni la mitad de la cara que bese, mi tacto no reconoce nada de ti, y sin embargo todo es siempre tan amarillo y cercano. La cocina siempre me reclama tus manos. Al carajo con ella. Yo ni me acuerdo.


Solo me perturba el deseo, de nuevo, cada noche, como poluta tras la persiana.


Ana Jaimes

Ernesto Aguilar