martes, 14 de junio de 2011

Filosofía para la vida- Remedios la bella (parte II)



Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de estar desnuda, que según ella entendía las cosas era la única forma decente de estar en casa. La molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora resultaba su belleza increíble y más provocador su comportamiento con los hombres. Cuando los hijos del coronel Aureliano Buendía estuvieron por primera vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con un espanto olvidado. «Abre bien los ojos -la previnió-. Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco.» Ella hizo tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se revolcó en arena para subirse en la cucaña, y estuvo a punto de ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía en la casa cuando visitaban el pueblo, y los cuatro que se habían quedado vivían por disposición de Úrsula en cuartos de alquiler. Sin embargo, Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella precaución. Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino de hembra perturbadora era un desastre cotidiano. Cada vez que aparecía en el comedor, contrariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación entre los forasteros. Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo camisón, y nadie podía entender que su cráneo pelado y perfecto no era un desafío, y que no era una criminal provocación el descaro con que se descubría los muslos para quitarse el calor, y el gusto con que se chupaba los dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro de la familia supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de que Remedios, la bella, soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias horas después de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de amor, probados en
el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una ansiedad semejante a la que producía el olor natural de Remedios, la bella. En el corredor de las begonias, en la sala de visitas, en cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto en que estuvo y el tiempo transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro definido, inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que los forasteros identificaban de inmediato. Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras se hubiera echado a la desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante en que se movía, del insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a los hombres sin la menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes complacencias.
Cuando Úrsula logró imponer la orden de que comiera con Amaranta en la cocina para que no la vieran los forasteros, ella se sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a horas fijas sino de acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces se levantaba a almorzar a las tres de la
madrugada, dormía todo el día, y pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que
algún incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas andaban mejor, se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba hasta dos horas completamente desnuda en el baño, matando alacranes mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua de la alberca con una totuma. Era un acto tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una merecida adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel rito solitario carecía de toda sensualidad, y era simplemente una manera de perder el tiempo mientras le daba hambre.

100 años de Soledad

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