viernes, 24 de octubre de 2014

De lo que me hace feliz leer

Todas las personas supieron al instante que la margarina había caducado. El cocinero quiso ocultarlo haciendo un truco de magia sobre la vitrina del mostrador. A la vista de todos, sacó un elefante miniatura de un costal de harina. Pero el público estaba demasiado enojado para aplaudir; sólo exigían a gritos y sombrerazos, la devolución de su dinero. El cocinero bajó del mostrador y volteó la caja registradora. Todos se agazaparon sobre las monedas que rodaban por el suelo. Los billetes caían despacio, como planeando, y las personas se veían estúpidas tratando de pescarlos al aire. Si han tomado lo suyo, les pido que salgan de mi tienda, dijo el apesadumbrado cocinero. La gente tomó a mal su petición y comenzó a destruir las canastas de pan, las ventanas, los hornos, las paredes… Unos jóvenes orinaron las esquinas, nomás porque sí. El cocinero buscó el teléfono para llamar a la policía. Marcó un número. Pero no escuchó el pitido de la línea. A tres metros, una señora burlona, le mostraba el cable del teléfono, roto entre sus dientes. Son unas bestias, dijo en voz baja, llorando. Anímese, señor, le dijo una pequeña de rizos dorados que lo tomó del hombro, aquí a la vuelta hay una panadería mejor.

Carlos Román 

La gente que me gusta


Me gusta la gente que vibra,que no hay que empujarla, que no hay que decirle lo que hay que hacer ni que lo haga, ... sino que lo sabe y lo hace.

Me gusta la gente con capacidad
para medir las consecuencias de sus acciones, que no deja las soluciones al azar.

Me gusta la gente justa con su gente y consigo misma, pero que no pierda de vista que somos humanos
y nos podemos equivocar.

Me gusta la gente que piensa
que el trabajo en equipo entre amigos,
produce más que los caóticos esfuerzos individuales.

Me gusta la gente que sabe la importancia de la alegría.

Me gusta la gente sincera y franca,
capaz de oponerse con argumentos serenos y razonables a las decisiones de un jefe.

Me gusta la gente de criterio,
la que no se avergüenza de reconocer

que no sabe algo que se equivocó.

Me gusta la gente que al aceptar sus errores, se esfuerza por no volver a cometerlos.

Me gusta la gente capaz de criticarme constructivamente y de frente,
a éstos les llamo mis amigos.

Me gusta la gente que no desfallece
cuando de alcanzar ideas y objetivos se trata.

Con gente como esa, me comprometo a lo que sea, ya que con haber tenido a esa gente
a mi lado me doy por bien retribuido.

Benedetti 

miércoles, 22 de octubre de 2014

Belleza de la muerte

Los cisnes, cuando presienten que van a morir, cantan ese día aún mejor de lo que lo han hecho nunca, por la alegría que sienten al ir a unirse con el dios al que sirven. Pero el miedo que los hombres tienen a la muerte, hace que calumnien a los cisnes, diciendo que lloran su muerte y que cantan de tristeza...


Sócrates/Platón- Diálogos I

Bienvenida

Se me ocurre que vas a llegar distinta
no exactamente mas linda,
ni mas fuerte, ni mas dócil,
ni mas cauta,
tan solo que vas a llegar distinta.

Como si esta temporada de no verme
te hubiera sorprendido a vos también,
quizás porque sabés
como te pienso y te enumero,
después de todo la nostalgia existe.

Aunque no lloremos
en los andenes fantasmales
ni sobre las almohadas de candor,
ni bajo el cielo opaco,
yo nostalgio,
tu nostalgias
y como me revienta que él nostalgie.

Tu rostro es la vanguardia,
tal vez llega primero
porque lo pinto en las paredes
con trazos invisibles y seguros.
No olvides que tu rostro
me mira como pueblo,
sonríe, rabia y canta como pueblo
y eso te da una lumbre inapagable.

Ahora no tengo dudas,
vas a llegar distinta y con señales,
con nuevas, con hondura, con franqueza
se que voy a quererte sin preguntas
se que vas a quererme sin respuestas


Mario Benedetti

jueves, 9 de octubre de 2014

El misionero

Yo tuve mi covacha siempre abierta 
para cualquier afán, falaz o cierto; 
y tan franco, tan libre, tan abierto, 
mi hermoso corazón como mi puerta. 

«Yo deliré de hambre sendos días 
y no dormí de frío sendas noches, 
para salvar a Dios de los reproches 
de su hambre humana y de sus noches frías


Almafuerte

lunes, 6 de octubre de 2014

Tal como uno hace su cama, se acuesta

Si quitarse las caretas para usted sólo quiere decir mostrarle al otro todos sus defectos… no se preocupe, él ya los conoce.

Quitarme la careta sería mostrarme como yo soy, profundamente, dentro de mí. Y eso es lo que nunca queremos hacer: nos quitamos la careta solamente por comodidad, para decirle al otro: “mira, estoy fastidiado contigo”. Pero no es eso de lo que hablo. Eso es algo negativo y fácil de hacer. Me refiero a llegar hasta algo más interior, de mi persona, algo más íntimo, realmente mío, que no quiero expresar. En general, nos quitamos las caretas más livianas en las cuales creemos menos, pero las más arraigadas, con las cuales nos hemos identificado más, no nos las quitamos. Y de lo que se trata es de quitarlas todas y eso es muy difícil, cuesta, no estamos acostumbrados a exigirnos tanto. Pero si lo intentamos, algún día la comunicación podrá ser de yo a tú.

Pregunta: Usted habla de que muchas veces aprendemos a relacionarnos con la otra persona a través de las máscaras. Me pregunto, ¿qué pasaría con un esfuerzo unilateral? ¿Cómo va a reaccionar la otra persona que está aferrada a un juego y a unas reglas ya establecidas? ¿Existe algo positivo en mis máscaras?

Nunca he visto nada positivo en las máscaras. Están puestas para proteger y defender, ¿a qué? ¿De qué? Del mundo, de la gente, de los demás. ¿Qué es, exactamente, lo que yo protejo con mis máscaras? ¿Qué defiendo? Si yo lo comprendo, quizás esté más decidido a despojarme de ellas.

Usted habla de un esfuerzo unilateral: si yo hago todos los esfuerzos y el otro no hace nada… si yo me quito la máscara y él no se la quita, debo comprender que tenemos que desistir de la idea y del deseo de cambiar al otro. Solamente él se puede cambiar a sí mismo. Yo no puedo… apenas puedo cambiar ciertas cosas mías, las que yo veo que no son buenas o que no me resultan.

Si quiero una comunicación, una unión, una verdadera relación con el otro, necesito ver cuáles son los factores que no permiten e inclusive impiden, esa relación. Y la presencia de máscaras, tanto en mí como en el otro, obviamente impiden un acercamiento honesto. Entonces comprendo que debo bajar la máscara, o por lo menos tratar de hacerlo. No puedo estar pendiente de que el otro esté haciendo lo mismo. Si yo hago este tipo de cálculos: “Si él lo hace, yo lo voy a hacer; si no lo hace, no lo voy a hacer”, jamás se producirá la unión. Lo que debo hacer, lo que tengo que hacer, es no calcular nada. El calculo va completamente en contra de una buena relación.

Yo necesito –y ya es bastante difícil– mirarme sólo a mí, tratar de acercarme al otro sin máscaras y realmente intentar quedarme así por un tiempo, aunque sea corto. Después podré ver lo que eso produce y si logro resultados en mí y en el otro, eso me dará la fuerza para seguir tratando. Pero lo primero es tratar. Yo le podría decir a usted qué efectos produce este tratar, sobre uno mismo y sobre el otro, pero mi palabra no puede sustituir su tratar.

Nathalie De Salzmann 


Atención y consciencia

La mayoría de los sistemas que tratan de la evolución, cuando se refieren a la consciencia quieren decir realmente "la atención". Tendría mucho valor examinar durante un momento lo que queremos decir con las diversas formas de atención y el lugar que la atención tendrá en nuestro trabajo antes de definir la palabra "consciencia".

La atención ordinaria está concentrada involuntariamente en objetos o ideas específicas, está atraída hacia un lado u otro por lo que llamamos la "llamarada" y el "brillo", como en el camino principal de una feria. La atención superior está desenfocada de objetos específicos de la atención y está extendida sobre un campo de visión ancho mediante el método de lo que se llama la "difusión".

Es importante entender que la atención no es una actividad mental, aunque la mente puede ser atraída automáticamente a la atención. La mente tiende a involucrarse en cualquier actividad con poca discreción, y puede ser atraída involuntariamente a muchas actividades por puro aburrimiento. La atención tiene su fuente totalmente fuera del universo fenoménico y existe aparte del espacio y tiempo y de la vida orgánica. La atención puede concentrarse en cualquier objeto que suele incluir lo siguiente: la consciencia de alguna identidad orgánica, la consciencia de la ubicación de una forma orgánica dentro de la cual la atención se encuentra concentrada, y la consciencia del contenido de la experiencia e información guardada por la identidad y forma orgánica.

Nadie puede saber exactamente la concentración de atención de otra persona o en exactamente qué su atención está colocada. Se puede colocar la atención no sólo en un objeto, sino también en otros objetos más intelectuales y emocionales al mismo tiempo, aunque la atención no esté dividida voluntariamente.

Se puede colocar la atención en un objeto y sin embargo no entra en la consciencia actual de un individuo. Esto demuestra claramente que la atención no necesita formar parte del proceso orgánico y existe bastante apartado de la vida orgánica. Es esta separación la que hace que la atención sea una herramienta útil para la evolución voluntaria, porque la naturaleza no le exige al hombre su atención consciente, sólo le exige su atención automática orgánica, es decir, la atención automática de la máquina por reacción refleja.

Aplicado al trabajo, esto significa que sólo nosotros mismos somos capaces de saber realmente si hemos concentrado nuestra atención o si la tenemos difusa, y si nuestra atención es voluntaria o involuntaria, orgánica o intencionada. Si de vez en cuando recordamos que nuestra atención ha vagado, o que se ha hecho difusa involuntariamente, se ha quitado del objeto de nuestra atención, o que ha caído en la identificación con alguna llamarada o brillo, entonces no hemos despertado realmente en cualquier sentido auténtico de la palabra; hemos recordado simplemente que nuestra voluntad de atención voluntaria nos ha fallado momentáneamente.

La atención no depende de un cambio de estado de ánimo o estado psicológico. Es totalmente independiente de toda condición orgánica, aunque sus actividades y observaciones pasan por lo orgánico. Aunque la atención existe independientemente de lo Orgánico, y nunca cambia en sí, el objeto de la atención puede cambiar según leyes matemáticas y fuerzas de influencia de varias clases.

Mientras que la atención involuntaria sostiene el estado de sueño orgánico dentro del cual el hombre orgánico se encuentra esclavizado, la atención voluntaria crea lo que se llama "la memoria permanente". Los eventos grabados en este estado son tan vívidos como los eventos experimentados en la actualidad en el estado de sueño ordinario del hombre. Comparado con el estado ordinario del hombre orgánico pues, el estado de la consciencia real es aun más vívido y agudo.

Un hecho importante sobre la atención es que no tiene grados . . . o está, o bien no está presente. Ni siquiera la muerte orgánica puede acabar con la atención.

Ciertos factores sobre la atención voluntaria son observables:

Mientras que la atención involuntaria no tiene una duración específica, la atención voluntaria tiene un comienzo y un fin definido. Podemos cronometrar nuestra atención voluntaria con un reloj.

La atención involuntaria viene y se va, y existe más o menos como un estado permanente. No somos conscientes de la presencia de la atención involuntaria, pero la atención voluntaria conlleva una sensación definida de su presencia. Podemos determinar la frecuencia con que fuimos capaces de activar nuestra atención voluntaria durante cualquier periodo de tiempo.

Mientras que la atención involuntaria cae en un objeto tras otro, sin dejar rastro alguno de su paso en nuestros recuerdos excepto una tenue y general recordación borrosa y nebulosa, la atención voluntaria es exacta y podemos decir en qué colocamos nuestra atención en cualquier momento dado, y podemos apartar nuestra atención de un objeto y colocarla en otro siguiendo nuestra propia discreción.

El hecho de que la atención puede ser hecha voluntaria, continua y controlable mediante esfuerzos especiales, es un hecho dado por sentado en muchas antiguas escuelas de evolución; pero es casi desconocido en las ciencias psicológicas y esotéricas contemporáneas.

En relación a la atención, la consciencia, la consciencia real en primer lugar depende de la atención y después "aprende" a existir independientemente de ella. La consciencia real no sucede por sí sola; se hace mediante esfuerzos especiales, y continua existiendo mediante métodos especiales conocidos por escuelas esotéricas para la preparación de candidatos para la evolución voluntaria. Se puede definir la consciencia real como la visión momentánea o parcial del mundo no-fenoménico – y a veces la participación directa en él. Solamente esta definición puede servir como una auténtica representación de la palabra "consciencia".

Próximamente, en nuestros estudios iniciales, debemos llegar a un entendimiento de la idea de la consciencia y de qué papel juega ésta en la evolución voluntaria.

Claro está, todo esto está sustentado en dos ideas muy importantes . . . ¿en realidad es posible lograr una gradación superior de consciencia?, y junto con esta pregunta, ¿realmente es posible evolucionar voluntariamente?, dejando momentáneamente de un lado la cuestión de lo que queremos decir con las palabras "voluntario" y "evolución".

Estas dos preguntas importantes suelen ser ignoradas por todas las escuelas de las ciencias esotéricas contemporáneas; pero cualquiera que entre en tal clase de escuela seguramente merece no sólo una respuesta, sino pruebas de que semejante sistema es posible y que la escuela representa un sistema funcional de la evolución voluntaria. Sólo después de que este asunto haya sido tratado será permisible que una escuela continúe proporcionando datos y condiciones para el trabajo sobre uno mismo. Una escuela que no puede demostrar satisfactoriamente la posibilidad de la evolución y la consciencia no merece existir.

Del cuarto camino


Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar 

A la izquierda del roble

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero el Jardín Botánico es un parque dormido

en el que uno puede sentirse árbol o prójimo

siempre y cuando se cumpla un requisito previo.

Que la ciudad exista tranquilamente lejos.

El secreto es apoyarse digamos en un tronco

y oír a través del aire que admite ruidos muertos

cómo en Millán y Reyes galopan los tranvías.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero el Jardín Botánico siempre ha tenido

una agradable propensión a los sueños

a que los insectos suban por las piernas

y la melancolía baje por los brazos

hasta que uno cierra los puños y la atrapa.

Después de todo el secreto es mirar hacia arriba

y ver cómo las nubes se disputan las copas

y ver cómo los nidos se disputan los pájaros.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

ah, pero las parejas que huyen al Botánico

ya desciendan de un taxi o bajen de una nube

hablan por lo común de temas importantes

y se miran fanáticamente a los ojos

como si el amor fuera un brevísimo túnel

y ellos se contemplaran por dentro de ese amor.

Aquellos dos por ejemplo a la izquierda del roble

(también podría llamarlo almendro o araucaria

gracias a mis lagunas sobre Pan y Linneo)

hablan y por lo visto las palabras

se quedan conmovidas a mirarlos

ya que a mí no me llegan ni siquiera los ecos.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero es lindísimo imaginar qué dicen

sobre todo si él muerde una ramita

y ella deja un zapato sobre el césped

sobre todo si él tiene los huesos tristes

y ella quiere sonreír pero no puede.

Para mí que el muchacho está diciendo

lo que se dice a veces en el Jardín Botánico:

Ayer llegó el otoño

el sol de otoño

y me sentí feliz

como hace mucho

qué linda estás

te quiero

en mi sueño

de noche

se escuchan las bocinas

el viento sobre el mar

y sin embargo aquello

también es el silencio

mírame así

te quiero

yo trabajo con ganas

hago números

fichas

discuto con cretinos

me distraigo y blasfemo

dame tu mano

ahora

ya lo sabés

te quiero

pienso a veces en Dios

bueno, no tantas veces

no me gusta robar

su tiempo

y además está lejos

vos estás a mi lado

ahora mismo estoy triste

estoy triste y te quiero

ya pasarán las horas

la calle como un río

los árboles que ayudan

el cielo

los amigos

y qué suerte

te quiero

hace mucho era niño

hace mucho y qué importa

el azar era simple

como entrar en tus ojos

déjame entrar

te quiero

menos mal que te quiero.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero puedo ocurrir que de pronto uno advierta

que en realidad se trata de algo más desolado

uno de esos amores de tántalo y azar

que Dios no admite porque tiene celos.

Fíjense que él acusa con ternura

y ella se apoya contra la corteza

fíjense que él va tildando recuerdos

y ella se consterna misteriosamente.

Para mí que el muchacho está diciendo

lo que se dice a veces en el Jardín Botánico:

Vos lo dijiste

nuestro amor

fue desde siempre un niño muerto

sólo de a ratos parecía

que iba a vivir

que iba a vencernos

pero los dos fuimos tan fuertes

que lo dejamos sin su sangre

sin su futuro

sin su cielo

un niño muerto

sólo eso

maravilloso y condenado

quizá tuviera una sonrisa

como la tuya

dulce y honda

quizá tuviera un alma triste

como mi alma

poca cosa

quizá aprendiera con el tiempo

a desplegarse

a usar el mundo

pero los niños que así vienen

muertos de amor

muertos de miedo

tienen tan grande el corazón

que se destruyen sin saberlo

vos lo dijiste

nuestro amor

fue desde siempre un niño muerto

y qué verdad dura y sin sombra

qué verdad fácil y qué pena

yo imaginaba que era un niño

y era tan sólo un niño muerto

ahora qué queda

sólo queda

medir la fe y que recordemos

lo que pudimos haber sido

para él

que no pudo ser nuestro

qué más

acaso cuando llegue

un veintitrés de abril y abismo

vos donde estés

llévale flores

que yo también iré contigo.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero el Jardín Botánico es un parque dormido

que sólo despierta con la lluvia.

Ahora la última nube ha resuelto quedarse

y nos está mojando como alegres mendigos.

El secreto está en correr con precauciones

a fin de no matar ningún escarabajo

y no pisar los hongos que aprovechan

para nadar desesperadamente.

Sin prevenciones me doy vuelta y siguen

aquellos dos a la izquierda del roble

eternos y escondidos en la lluvia

diciéndose quién sabe qué silencios.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero cuando la lluvia cae sobre el Botánico

aquí se quedan sólo los fantasmas.

Ustedes pueden irse.

Yo me quedo.

Mario Benedetti

Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.


Julio Cortázar