domingo, 17 de abril de 2011

La otra orilla


I

He querido recordar aquella canción,
aquella que no pude escuchar dentro de mí, aquella que no supe extraerle al mundo;
operación dolorosa: aquella canción que estoy tratando de escuchar,
aquella cuya ausencia reconozco en la brisa que apenas
inquieta a los almendros,
en la tranquilidad de esa brisa en estas hojas donde también yo habré de morir,
y esa calma acaricia en algún sitio de mí
la forma de esa primera mano que alargamos hacia la vida
y luego retiramos mojada y oscura.

Aquella primera canción, aquella primera canción tal vez no vino nunca,
aquella cuyo silencio ahora se refleja en el rumor de esa brisa en los almendros,
tal vez su silencio, quiero decir el rumor de estas hojas, es el único espejo
donde yo me reconozco, donde yo me miro con atención, subordinado a lo fatal de [esa imagen.
O tal vez esa brisa en las hojas
es la ausencia de toda canción, el rostro silencioso de todos los nombres,
el rostro de espuma disuelto por el mar,
el rostro de mis hijos aún sin ellos en el esqueleto atroz de mi abuelo
después de él.

Ahora recuerdo todo sin pasión, sin armas obsesivas, sin recuerdos,
y ese viaje que la mirada todavía sostiene
abandona el umbral de una tarde de lluvia en la infancia.
Y es aquella costumbre de sonreír involuntariamente,
de sentir esa brisa en los almendros que están dentro de mí, complicados con mi [alma,
y soñar una canción donde tal vez ya no habré de escucharme;
sí, aquella vieja costumbre de vivir…

Y yo entiendo palabras sobre mis propias yerbas,
yo entiendo palabras sobre el mundo para irles dando poco a poco historia,
sonidos arrancados a ellas mismas como confesiones brutales.

Por la torre de la iglesia
pasa el sol y se muerde los labios, ¿o soy yo quien me los muerdo?
¿O son el sol y la iglesia los que muerden mis labios?
¿O es el deseo de sol y de iglesia lo que muerde mis labios?

Sí, he perdido aquella canción, aquella canción, aquel tierno desastre,
aquel artificio donde mi voluntad se hacía pequeñas heridas, pequeñas preguntas [que nunca supieron cortarse la cabeza,
y ahora estoy aquí de vuelta,
mirando estas calles, mirando este río, esta agua cobrizas y doradas bajo
[la luz del sol,
y esta ciudad no es distinta a otras ciudades,
es distinta a sí misma.

Y estoy en esta ciudad como en otra canción que tampoco recuerdo, que tal vez
[nunca estuvo en mis labios,
como en otra palabra que me ocupa gran parte del día
y luego en la noche es mi primera muerta.

Estoy en este parque donde los almendros apenas sugieren la brisa, el tiempo de
[las hojas,
bajo este cielo encallado en la mañana
como una inmensa nave antigua —recuerdo de otros dioses, de otros hombres
y de otras batallas—
y mi mirada abre de par en par los brazos para recibir al paisaje
pero es inútil, en el paisaje hay algo de mirada,
algo también con los brazos abiertos…

Una brisa muy joven sopla entre los almendros, una brisa lejana sopla
[entre mis labios,
y es el silencio,
el silencio de la torre de la iglesia bajo la luz del sol,
el silencio de la palabra iglesia, de la palabra almendro, de la palabra brisa.

Hay un radio encendido en un estanquillo cercano,
pasan unos novios —casi niños— cogidos de la mano,
el sol empuja la torre de la iglesia hacia otro mediodía…
Yo iba a decir algo; cogí la pluma para eso, cogí mi alma para eso;
¿qué iba a decir?

Así paso ese día caluroso y nublado,
así la torre de la iglesia empujada por el sol como un barco llevado por el viento,
cruzó por mi pecho, y luego la noche se cerró sobre las casas, sobre las aguas
[del río,
sobre la historia de aquella mañana,
y fue como si una mano enguantada tuviera todas las cosas en el puño.

Yo iba a decir algo, yo tenía esta pluma en la mano…

José Carlos Becerra

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