miércoles, 25 de marzo de 2009

De paso...


-Cuando se habla de mujeres, siempre, siempre recuerdo a la de la frente amplia, es matemáticamente imposible no recordarla al menos dos veces-.
Así me decía aquel amigo, al que un llamado "accidente policiaco" le destrozo la mano derecha, el accidente ocurrió porque Octavio no hablo lo suficiente. Pero le encantaba hablar de ella, lástima que la justicia no tome en cuenta ese tipo de declaraciones. Le encantaba, y cada vez que lo hacía, su brazo herido temblaba de una ansiedad inhumana, y en la zurda, el cigarrillo. Octavio tenía ya 83 años, su cara era dueña de grietas que no agotaban las historias, muchas de ellas poco saludables. En cambio, al invocar aquella mujer, a la dueña, a la eterna, se le llenaba el rostro de no sé qué juventud.
-Siempre me pasa, que le voy a hacer, pero la flaca se fue y nunca volverá-
Decía como para darse fuerzas, pero no aguantaba mucho, y eso yo lo sabía, al rato volvía a describirme su triunfo pasado, y de qué manera la recordaba el negro.

Aquella era una curandera!, cuando llegaba yo cansado de un día de trabajo, me recibían esos ojos tranquilos, eran como dos olas, y me arrastraban cada vez más profundo, a mí se me olvidaba el sueño. Llegaba yo hambriento, sabía que no era aficionada a la cocina, así que me ofrecía sus pechos de azúcar, ella se abría la blusa de una manera tan bella, también se me olvidaba el hambre. Nunca, nunca alcance a recorrerla toda en una noche, me confíe, siempre dejaba un palmo sin besar, otro más acá sin tocar, el motivo no era otro sino pensar, al otro día, todo el día, de qué manera tocar, y de qué manera besar esos dos lugares. Cuando caminaba lo hacía bailando, su cadera, sostenida por esos minerales largos, iba y venía a un son suculento, yo no mecía esas caderas, mis brazos y todo mi cuerpo, ellos eran los que se dejaban mecer por ese baile tan persuasivo. Otras ocasiones yo la miraba llegar a la casa, con su vestido negro, aquel vestido peinaba el viento mismo, esas veces me tocaba a mi abrir la puerta, y por la virgen que no hay otro hombre que la esperara con tal deseo. La acostaba en mi cama y la contemplaba cual niño a su madre, le hacía tributo a los pies que levantaban aquella escultura, sus manos delgadas y finas se confundían ahora con las mías, yo, hombre de pocos lunares, me llenaba con los de ella, y cuando entraba en ella, cuando entraba en ella no había más, no había trenes ni maquinas, correos, plataformas, reportes… yo estaba en mi hogar. Podría llenar de poemas las casas por ese par de ojos. Es matemáticamente imposible no recordarla al menos dos veces.

Entonces miraba al suelo, se quitaba su sombrero de salir, y con una sonrisa de cocodrilo, terminaba el relato.

Parecía triste a ratos, nunca logre averiguar el porqué de su semblante… lloraba, se calmaba, volvía a llorar, tal vez por eso se fue.


Ernesto A.

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